“La tortura funciona”, alardeó un miembro de las fuerzas especiales estadunidenses, coronel obviamente, a un colega mío hace un par de años. [...] Anthony Grafton, [...] dice que durante los siglos XVI y XVII se usaba sistemáticamente la tortura con todo sospechoso de brujería, y que sus palabras eran anotadas por notarios calificados, el equivalente, supongo, de funcionarios y testigos de la CIA, que en esa época no se engañaban diciendo que esto no era tortura; y habla abiertamente del “aliciente” que provenía de los muchachos encargados de darle vuelta a la rueda sobre el fuego. [...] Estas inquisiciones, con detalles sobre la tortura que las acompañó, eran hechas públicas y ampliamente diseminadas para que el público entendiera la amenaza que los prisioneros representaron y el poder que detentaban quienes los sometieron al tormento. No había destrucción de videos. Según Grafton, los hechos se promocionaban mediante panfletos ilustrados y canciones, entre otras cosas. [...] Como era usual, el podestà, un alto funcionario de la ciudad, era el interrogador, [...]cuando las respuestas de un prisionero no satisfacían al podestà, el torturador ataba sus manos detrás de la espalda y de ahí lo levantaba hacia el techo con una polea. “Luego, según las órdenes del podestà el verdugo lo hacía saltar o bailar soltándolo y volviéndolo a jalar repetidamente, dislocándole los hombros y provocándole un dolor inimaginable”. [...] La tortura no sirve para obtener la verdad. Consigue que la gente más ordinaria diga lo que sea que el torturador le ordena. Los hombres que padecieron el waterboarding de la CIA bien pudieron haber confesado que podían volar y que eran cómplices del diablo. Y quién sabe si la CIA no acabaría creyéndoles.
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